La Jiribilla

“UN CAKE PARA OBATALA”

Lázara Menéndez Vázquez

Profesora. Universidad de La Habana

En el Primer Taller Internacional sobre los problemas de la cultura yoruba en Cuba[1] organizado por la Asociación Cultural Yoruba de Cuba y la Academia de Ciencias, en 1992, se constató la existencia de una tendencia que coloquialmente se denominó “yorubización de la Santería”. Indagué sobre la cuestión y me explicaron que se pretendía la recuperación de lo que se denominó “ortodoxia ritual”; ello significaba una vuelta a África, en especial a la liturgia reconocible en el culto de los orichas practicada en Nigeria e implicaba conceptualmente la reapropiación del corpus de Ifá. Algunos iyalochas, babalochas y babalaos[2] me comentaron que allá estaban nuestras raíces y nuestras verdades; que el culto a los orichas era anterior al cristianismo y por ello se hacía muy significativo reapropiarse de la historia y también de la lengua yoruba -de la que aún quedan personas que pueden hablarla en Cuba.

Al decir de otros religiosos, la Regla de Ocha-Ifá debía regirse por los dictados del Ooni de Ife. Una de las ganancias que se esperaba obtener con la recuperación de la ortodoxia ritual era la eliminación del sincretismo; la vuelta al origen suprimiría la mezcla o lo que se consideraba como tal. Desaparecería, al decir de los religiosos, la errónea equiparación entre Changó y Santa Bárbara o entre Ochún y la Virgen de la Caridad del Cobre. Se aspiraba también a la creación y consolidación de una jerarquía eclesiástica que normara institucionalmente el ejercicio santero y de este modo evitar las transgresiones perversas y las modificaciones profanadoras de la tradición.

El asunto me interesó, porque tanto en los actos de creación -y la Santería es uno de ellos- como en las “ciencias de realización”, aquellas en las que los hechos no pueden repetirse a voluntad en un laboratorio porque este es la vida misma, no hay ocasión para desandar los caminos que construyeron las historias y llegar al punto de partida; primero, porque el principio no es más que la mitad de todas las cosas; segundo, porque como se afirma en un viejo bolero “ayer no es hoy”, y tercero, porque no es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Las otras razones que despertaron mi interés guardan relación con el hecho de que Africa, en el imaginario popular cubano, no se manifiesta como tierra de promisión e identidad; tampoco ha existido históricamente una conciencia de retorno y, por último, la Santería mantiene como norma la reinterpretación de sus preceptos en aras de la reactualización del legado que se asume como tradicional.

No es usual que el cubano promedio -o incluso el que no lo es- pueda mencionar y ubicar más de tres ríos africanos, conozca de imperios tan importantes como el de Ghana (700-1200), Mali (1200-1500), Kanen-Bornu (800-1200), Monomotapa (1450-1800), de las hazañas de Mansa Musa o de una ciudad tan extraordinaria como Tumbuctú. Entre 1886, año de la total abolición de la esclavitud en Cuba, y el inicio de la colaboración entre Cuba y Angola transcurrieron años de desconexión popular con el continente africano, aunque no carecimos de una pertinaz y distorsionada llovizna informativa que incentivó, también por años, una imagen de Africa ligada a Tarzán, Juana y la mona Chita, transmitida principalmente a través de la radio, el cine y las tiras cómicas.

En la Regla de Ocha-Ifá la imagen de Africa que se transparenta es también débil; prácticamente se reduce a mencionarla como el lugar del origen remoto. Muy pocos religiosos conocen los hábitos, costumbres, normas éticas, educativas, filosóficas y el protocolo ritual pertenecientes a la cultura yoruba-nigeriana. En fin de cuentas, existe un conocimiento muy reducido, y en no pocas ocasiones tergiversado, de la cultura de la cual aceptan descender. Históricamente no hemos contado con una abundante y asequible información sobre la población yoruba y su cultura. Es oportuno recordar que hace años para ir a las bibliotecas había que saber leer, y hace menos, para tener acceso a esa literatura, hay que poder leer en inglés. Es obvio que el reciclaje informativo ha dependido, en los últimos tiempos, de estudios especializados que sobre la Santería se escribieron y de los que se desarrollan actualmente en el país.

En la interioridad de la práctica santera no he detectado, entre los indicadores empleados por los religiosos para prestigiar la labor de un igboro (iniciado en la religión), el conocimiento que sobre Africa, la cultura y la religión yoruba tenga una iyalocha, un babalocha o un babalao. Importa su eficacia en la solución de problemas diversos, porque se privilegia el carácter instrumental del ejercicio religioso; se prioriza el saber activo ligado al conocimiento y dominio de “tratados” -fórmulas mágicas o no- empleados para conseguir la solución buscada. Es significativo el valor de la “decencia”, entendida como la ausencia de intención lucrativa en el ejercicio religioso, la observancia de ciertas normas de convivencia y el cumplimiento de preceptos éticos emanados de la práctica ritual, en virtud de la función normativa y de regulación de la proyección individual del sujeto.

¿A qué causa podía deberse este empeño en yorubizar o africanizar la Santería? ¿Puede considerarse como el inicio de una corriente de revitalización de las culturas africanas por una necesidad de legitimación sociocultural? ¿Son esos criterios la evidencia de una influencia del ejercicio santero procedente de Puerto Rico y de los Estados Unidos, lugares en los que algunos omo-ocha (hijos de santo) han vuelto sus ojos hacia Africa con la intención de obtener información, legitimación y algunas cosillas más para las prácticas que realizan? ¿Puede ser este, acaso, el tentáculo de un “pulpito” que adopta un perfil religioso, pero que en el fondo obedece a una manifestación de naturaleza discriminatoria? ¿Era una expresión de preocupación por los cambios que se avecinaban en virtud de la “despenalización” de la conciencia religiosa?

Algunos de estos problemas se reconocen en los criterios que aún hoy se expresan acerca de este asunto; pero favorecer uno de ellos no sería prudente por la falta de consenso en las posiciones y juicios emitidos por los religiosos. A mi modo de ver, el eje de este conflicto está movido por la voluntad de cambio que articula la práctica santera, que en ocasiones se manifiesta como una acción premeditada y en otras no; así el alcance de esta varía de acuerdo con los objetivos que se persiguen.

Aunque la Santería carece de un sistema de relaciones socioculturales verticalista a nivel nacional, es posible reconocer la existencia de un discurso que, a manera de telón de fondo, unifica horizontalmente el quehacer santero en sus aspectos vertebrales. Esto permite establecer distinciones entre lo que el santero cree que debiera hacerse, lo que cree que en realidad se hace y lo que sucede realmente. El discurso de la yorubización de la Santería se inscribe en lo que un segmento reducido de esta población opina que debiera hacerse, porque lo que ellos creen que en realidad se hace es favorecer la distorsión y con ella el descrédito del ejercicio santero.

Las consideraciones de algunos santeros con los que sostuve diálogos más prolongados y la dinámica que demanda el asunto, me revelaron que lo complicado no estribaba en que se expresara una voluntad de cambio, sino en su dirección y las acciones que ello implicaba. Por estas razones, me decidí a elaborar una reflexión que, desde una perspectiva teórico-metodológica plural, favoreciera una relectura de la historia de la tradición cultural yoruba sin privilegiar modelos de equilibrio para el análisis de la Santería y que a la vez permitiera el reconocimiento y la presencia del conflicto contenido en ella.

La única intención que persigo con este estudio es llamar la atención acerca del hecho de que la voluntad de cambio, que tanto preocupa a algunos religiosos, es consustancial a la práctica santera, puesto que la transgresión de los límites constituye también un modo particular de relacionarse con lo sagrado. La innovación y la transgresión no constituyen una excepción de la norma, sino la articulación necesaria para la redefinición de los límites. La ortodoxia funciona en tanto promueve y garantiza la posibilidad de la heterodoxia ritual que anula la existencia de discursos autoritarios. “Cada maestro tiene su librito” o “en mi casa mando yo” son enunciados de un discurso que se sostiene sobre un ejercicio individualizado, flexible, activo, conversacional, de la práctica ritual, que interactúa sistemáticamente con la cotidianidad y que no siempre resulta tan autoritario como parece.

Haciendo abstracción de la compleja tipología que respalda los estudios de cambio sociocultural, me adscribo a lo que Raymond Firth llama “cambio en la organización”.3 De acuerdo con sus consideraciones, estos son cambios en la manera de hacer las cosas, las cuales continúan realizándose, y “cambios en la extensión”: aquellas variaciones en los alcances de determinados complejos de relaciones socioculturales que permanecen formalmente inalterables.

El estudio lo he dividido en tres partes: la primera, llama la atención sobre la necesidad de observar el proceso de transculturación en la evolución de los elementos de las culturas matrices y las características de aquellas culturas en sus contextos originarios; la segunda reflexión se aproxima a la reconstrucción del componente yoruba en Cuba y la creación de una nueva organización que hoy conocemos como Santería o Regla de Ocha-Ifá; la tercera se centra en el análisis de una “moyuba” o invocación destinada a los orichas y antepasados como un ejemplo de la dinámica de cambio, en la que continuidad y discontinuidad forman parte de la reinterpretación del legado y, a la vez, son exponentes de la confluencia de herencias.

Una pretensión ingenua

El discurso racionalista moderno nos trasladó su vocación por un absurdo y antihistórico concepto de pureza y nos llevó a mirar nuestras mezcladas y heterogéneas culturas como un signo de inferioridad, exclusivo de los pueblos latinoamericanos y caribeños. Con ello tendió a acentuar la exaltación de la noción de raza (“voz de mala cuna y mala vida”) y los prejuicios raciales, de los cuales dijo Fernando Ortiz que no eran “ciencias de blancos sino supersticiones de barbarie que hacen sacrificios humanos a ídolos de colores diversos”.4 No escapa a estas consideraciones la producción simbólica generada en las culturas africanas y trasplantadas a Cuba.

Hacer descansar la caracterización y valor de la Santería solo en la conservación de sus antecedentes africanos sin una valoración histórica, sistemática y sistémica de estos, es una pretensión ingenua. La tácita o explícita negación del fenómeno transculturativo puede convertirse en un problema ontológico.

Si nada se hubiera modificado desde la introducción de los primeros africanos en Cuba; si el medio sociocultural, criollo primero, cubano después, no hubiera logrado influir y atrapar en su órbita a aquellos y sus descendientes, -sobre todo a estos últimos-; si los descendientes en primera y segunda generación no hubieran sentido como suyos los valores que se fueron creando en el nuevo contexto y no se hubieran definido como cubanos por conciencia y voluntad, como afirma Ortiz, habría que aceptar la inmovilidad de la historia, negar la existencia de nuestra cultura, la concepción orticiana de transculturación y quemar en una pira a los que suscriben que la cultura es un fenómeno dinámico.

La sustantivación indiscriminada y acrítica del componente yoruba y su pretendida demostración por encima de los mecanismos de discontinuidad que operaron en las transformaciones culturales, tiende a bloquear la acción cognoscitiva y a negar la estratégica acción desacralizante y revitalizadora que proponen los mismos patrones cristalizados dentro del universo santero.

El énfasis en el eje africano, por encima de los rasgos que cualifican el fenómeno como cubano, tiende a agudizar el distanciamiento, desde la perspectiva sociocultural, con el universo santero, a entorpecer la asunción intelectual de dicho fenómeno más allá de las relaciones modales y volitivas que individualmente se establezcan con él, y a dificultar su reconocimiento como expresión cultural autónoma, bien diferenciada de sus antecedentes y de otras prácticas contemporáneas a ella.

La cosmovisión santera no depende en la actualidad -como no dependió en la época en que Fernando Ortiz y Lydia Cabrera publicaron obras cumbres como Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar y El monte, respectivamente- solo del núcleo africano, sino que esta peculiar cosmovisión participa -por legítimo derecho- en la órbita de lo cubano. No se trata de negar o menoscabar el antecedente yoruba, pero sí de insistir en el hecho de que “un negro cubano típico se parece más a un blanco cubano típico que a un negro de Africa”.5

Un aparte necesario

La reconstrucción del sistema de pensamiento yoruba y el análisis de sus prácticas culturales entre los siglos XII y XIX, según los datos aportados por los propios especialistas nigerianos, pone de manifiesto la interpenetración de las funciones religiosas, sociales, comunicativo-memoriales, educativas, ideológicas, cognoscitivas, y estéticas entre las diversas ramas del saber, que no se manifiestan como diferenciadas en sus concreciones específicas.

Las estructuras socioeconómicas y culturales a las que se vio sometido el africano en el nuevo contexto colonial cubano, la dislocación de valores y mecanismos culturales autóctonos, su reducción a la condición de esclavo, implicaron y determinaron cambios en las acciones y significados.

Sufrieron modificaciones las relaciones económicas, las instituciones rituales, las formas de agrupación, las relaciones de parentesco, el intercambio de bienes y servicios, las formas de vida doméstica, la institución matrimonio, el valor tradicional de la hospitalidad, sustentada frecuentemente en el matrimonio polígamo y las descendencias unilineales.

La identificación tradicional de la riqueza basada en la consideración de que el más rico es también el de mayor poder simbólico representativo, se vio modificada por la inserción del africano en una estructura económica definida por el valor del dinero, el desarrollo del comercio, la significación del mercado alejado de la consideración tradicional; el énfasis en la autonomía individual fue uno de los factores que entorpecieron no solo la recreación de las estructuras autocráticas y patriarcales tradicionales, sino también modificó la relación individuo-colectivo e individuo-sociedad.

Si el que llegaba a América como chapetón, ya por sólo cruzar el Atlántico dejaba de ser el campesino mísero, el villano pobrete, el criminal fugitivo, el pícaro aventurero, el clérigo vagante o el hidalgo sin algo, para convertirse ipso facto en un “blanco”, con privilegios leucocráticos sobre grandes masas de gentes de “color”; el negro traído a la fuerza como esclavo, por sólo entrar en el barco negrero y luego en el barracón, ya no era un típico negro mandinga, guineo o congo tal como sus connacionales, sino un “negro” mutilado por el profundo trauma psíquico del violento arranque y un oprimido por la servidumbre que lo deformaba si no lo destruía […] Y unos y otros, blancos y negros, sumergidos en un ambiente extraño para todos y disociador, con leyes que se acataban pero no se cumplían, con ordenanzas para el provecho exclusivo de quienes las acordaban, con morales escurridizas propias de sociedades improvisadas con elementos heterogéneos y todos exóticos, con posiciones interinas, convivencias provisionales, tensiones constantes, codicias sin frenos, frustraciones desesperadas; todos “de paso”, en fricción, en odio, en miedo y en relajo.6

Es obvio que la estructuración cualificadora de un nuevo producto no presupone la desaparición de los componentes originarios, pero sí la diferenciación de aquel con respecto a los que le son coetáneos y la consecuente negación dialéctica de sus antecesores; aunque no entraña una paralización del proceso una vez aparecido el nuevo modelo.

Entre los yorubas el pensamiento religioso no se cualifica como un discurso autónomo hasta bien entrado el siglo XX. Hablar en el siglo XIX, y en los que le preceden, de la existencia de una manifestación de tal naturaleza es no comprender el trascendental carácter sincrético de esta cultura y el profundo trauma que debió representar, para el hombre yoruba en particular y para el africano en general, su inserción en un contexto de valores económicos, sociales, políticos y religiosos diferentes.

En Reinos africanos, de Basil Davidson, y en Africa negra de Suret-Canale, los autores coinciden en destacar la lógica de los sistemas de creencias tradicionales apoyados en una imagen de totalidad cambiante, mutable y viva. No reconocen una dicotomía entre lo sagrado y lo profano, entre normas y prescripciones morales, sociales, filosóficas, y el carácter sobrenatural de ciertos fenómenos. Estos se mezclan en un todo sincrético.7 Un ejemplo de ello se observa en la interacción entre iwápèlé, orí/eledá y Eshu/Ajogún, contenidos todos en el corpus de Ifá, núcleo de los principios éticos, filosóficos, morales y literarios que refrendan la tradición oficial en Ife, ciudad santa y sede de los dioses creadores y de las familias fundadoras.

Davidson considera que las religiones en las sociedades tradicionales daban una visión total del mundo, incluidos el sensorial y el suprasensorial, dirigida tanto a la explicación como a la prescripción. Obatalá fue enviado a crear el hombre, se emborrachó y creó a jorobados y albinos; se deriva de esta acción la prohibición de beber vino de palma para todos aquellos que se consagran a la adoración de este oricha.8

Asegura Berta Sharevskaya no haber encontrado en las lenguas africanas una sola palabra que corresponda a las expresiones de Ser Supremo, Dios Todopoderoso, Demiurgo, Primera Causa, etc. Nyame, Nzambi en el Congo, Leza en Rhodesia, Olorun entre los yorubas son, en sentido general, divinizaciones de antepasados y fuerzas de la naturaleza. La adoración de un ser supremo no adopta las características y atributos de la adoración monoteísta. La autora considera que “el objeto de veneración en las religiones africanas era toda una jerarquía de altos seres y espíritus sobrenaturales, más que un sólo ser supremo”, pues la “adoración no se satisface con un sólo dios”.9

Una tesis interesante y que nos parece conveniente insertar en este contexto es la de Pierre Verger en Flux et reflux de la traite des nègres entre le Golfe de Benin et Bahia de Todos os Santos du XVIIe au XIXe, donde señala que:

[…] a pesar de la multiplicidad de dioses, se tiene la impresión de que no se trata de politeísmos, sino de monoteísmos múltiples yuxtapuestos, donde cada creyente no está consagrado más que a un sólo dios y no reverencia más que a este, guardando vis a vis para las divinidades vecinas sentimientos que no van más allá del simple respeto”.10

La definición de oricha es una noción importante en la conceptualización y operatividad de la práctica religiosa yoruba. El oricha, además de un ancestro divinizado, es, como afirma Pierre Verger en Orixas, “una forma pura, ase inmaterial que sólo se hace perceptible a los seres humanos incorporándose a uno de ellos”.11

En el etnos yoruba existe una tradición oficial y autónoma; así, ciertos orichas alcanzan una posición dominante en algunas ciudades: Changó en Oyó, Ochún en Ijexa y Oxogbo, Yemayá en Egba, Olodumare y Oduduwa en Ife. El lugar ocupado en la organización oficial por el oricha puede ser muy diferente si se trata de una ciudad donde existe un palacio ocupado por un rey, o si se trata de las aldeas independientes donde el poder político permanece débil “en ausencia del estado (autoritario) y son los jefes fetichistas los que garantizan la cohesión social”.12

Los dioses de la creación y la creación de los dioses son dos instancias definidas en la adoración yoruba y relativamente privilegiadas. En la primera, se reconoce la adoración que el pueblo de la ciudad de Ife tiene por Olodumare como creador del cielo y la tierra y la convicción de que Orúmila fue testigo de este acto y por ello sabe la historia del origen.13

La creación de los dioses, al decir de Verger, es el resultado de una contrariedad, de un momento de pasión. Oyá acompaña a Changó en una fuga y cuando él desaparece, ella se mete debajo de la tierra. Changó se convierte en oricha cuando se sintió abandonado y salió de Oyó para Tapa. Ochún y Oba se transforman en ríos cuando huyen atemorizadas por la ira del marido común.

La conservación de los recursos expresivos de origen africano en Cuba se debió, entre otros factores, a la acción estabilizadora de la tradición con respecto a las fuerzas que actuaban sobre el individuo, a la existencia de una colectividad que favoreció la circulación de la información por el manejo de códigos similares y a la relación dinámica de intraducibilidad y traducibilidad de estos, en situación de contacto cultural.

En Cuba nos hemos deleitado repetidas veces con esos bailes de los viejos negros rememorativos de sus ancestrales goces y tradiciones. Sobre todo contemplando las danzas de las viejitas. […] En ellas el baile no es un trámite de erotismo, sino gozosa expresión de la euforia vital con que la personalidad se enlaza, no a otro sexo sino a toda su agrupación social, en la plenitud de su solidaria conciencia; que es sexo, pero también es maternidad, familia, tribu, religión, trabajo, guerra, felicidad y desgracia. […] Sólo una negra en la senectud, de rostro muy surcado por los años vividos, de senos flácidos por tanto lactar, de pelvis abierta por los muchos engendros y de vientre anchuroso por la reiterada preñez, puede danzar dignamente la danza alegórica de la perpetuación de la especie, con el ritmo y el meneo de la expresión inequívoca en un rito diolátrico evocativo de la amorosa fecundidad de la Madre Grande, la Naturaleza.14

Es cierto que las culturas no se destruyen, salvo que una acción genocida elimine a los hombres y a sus obras; también es cierto que no se aprenden, pues “el portador de una cultura no puede introducirse en otra haciendo tábula rasa de la suya propia. Percibe la otra cultura a partir de la que lleva consigo mismo. Hay más, percibe a la otra porque justamente posee una que es diferente”.15

Es una verdad históricamente demostrada que nuestras culturas son conjuntos distintos de “las culturas matrices precolombinas, africanas, asiáticas e incluso europeas ya que resultan prácticas desconocidas fuera de la América precolombina”.16

La utilización de los estereotipos y universos de valores individual-colectivos traídos del lugar de origen, fueron aplicados a la nueva vida cotidiana y también se fueron modificando en la medida que esa vida cotidiana iba moldeando la posibilidad del individuo en una sociedad donde la tenencia de la tierra era privada y no colectiva; donde el individuo se definía esencialmente por su posición socioeconómica y no por el status alcanzado en virtud de los principios jerárquicos tradicionales.

El relleno: “no con quien naces sino con quien paces…”

La Santería o Regla de Ocha-Ifá se manifiesta en el contexto cultural cubano como una práctica religiosa autónoma, diferenciada de otras modalidades religiosas. En su funcionamiento interno, en el espacio real-simbólico de la casa templo, se proyecta como una expresión sincrética en la que se reconoce la imbricación de formas musicales, coreográficas, cantos, recitativos y la creación de artefactos que cualifican el universo visual.

En su autonomía se expresa la injerencia de los agentes dinamizadores (aculturizadores o no) que aceleran procesos de cambio. En su naturaleza sincrética se manifiesta la huella de la sociedad tradicional africana.17

En tanto construcción cubana de matriz yoruba y naturaleza sociorreligiosa-cultural, es subdivisible en dos niveles: el de la norma ideal, contenida parcialmente en los sistemas adivinatorios y en el discurso individual de los santeros, y el de la competencia real como el espacio concreto en el que se inscribe el sujeto, sus ideas y sus prácticas.

Originalmente, lo que hoy conocemos por Santería estuvo integrado por individuos que se vieron forzados a relacionarse entre sí de manera horizontal y organizarse en cofradías, hermandades, familias rituales, relativamente independientes y escoradas internamente hacia una coparticipación no jerarquizada de rangos, funciones, esferas de acción, ante la violenta ruptura de las estructuras de linaje.

La información circuló básicamente de modo horizontal y de esa forma se heredaron y conservaron, en estereotipos individuales y colectivos, amplios sistemas de conocimientos pertenecientes fundamentalmente -pero no exclusivamente- a las culturas africanas.

Este saber, en manos de sucesivas generaciones, fue enriquecido con la experiencia práctica e incrementado sobre todo por las conexiones interpersonales socioeconómicas, que favorecieron las interrelaciones entre los elementos culturales de que eran portadores y los que se derivaban de los aparatos ideológicos heredados o creados por la cultura hegemónica a lo largo de la historia.

La acción homeostática no exime de tensiones ni de conflictos; estos pueden hacerse críticos ante bruscos y radicales cambios sociales, pues “la imposición de exigencias sociales sobre los mismos individuos puede, y en algunas ocasiones debe, conducir a quebrantamientos de algunas normas aceptadas, antiguas o nuevas”.18

La filosofía popular nunca fue tan dada a los conceptos absolutos como la teología. En el campo meramente folklórico y refiriéndome a lo intelectual, lo decía el viejo macarrónico refrán de Castilla: quod Natura non dat Salmántica non prestat. También para la conducta, otro refrán castellano rezaba: “genio y figura, hasta la sepultura”, para indicar que en lo esencial el carácter como la forma del cuerpo no se cambian radicalmente en la existencia. Pero el mismo folklore supo decir: “dime con quién andas y te diré quién eres” y “no con quién naces sino con quién paces”, proverbios para denotar que en la vida humana el trato hace más que el linaje, la educación más que la progenie. Decires contradictorios del pueblo que reflejan la dual visión del problema, mirando así para la herencia como para la educación”.19

En Cuba, en la actualidad, la Regla de Ocha-Ifá no constituye un grupo organizado territorial, económica, social o étnicamente. No cuenta con una estructura jerárquica de tipo piramidal y suprafamiliar, no constituye un proyecto político-social sistematizado. Pero funciona con fuerza institucional, en virtud de la existencia de ejes estables que garantizan la relativa unidad de la práctica ritual. El más fuerte contenido, como una variable de la definición de lo sagrado, es sin dudas la adoración al oricha, el respeto a los mayores y a la familia ritual. No tan visibles, pero no menos significativos, resultan el reconocimiento de la condición de santero, la conciencia de pertenencia, y la naturaleza contingente, ecuménica y humanista de la práctica.

Esta estructuración del ejercicio santero ha posibilitado la pervivencia del sentido omniabarcante de la adoración yoruba. Sin embargo, el carácter localista o regionalista típico de la adoración politeísta en general y de la yoruba en particular, desaparece en Cuba.

Aquí se crea, de modo relativamente espontáneo, una estructura litúrgica suprarregional y se convencionalizan ciertos subsistemas en el interior de la práctica, que la cualifica de manera diferente a la cultura matriz.

Debe pensarse en los famosos y no menos controvertidos “guerreros”, tetralogía compuesta por Eleguá, Ogún, Ochosi y Osun; y los “santos de fundamento” que la persona recibe en la ceremonia de iniciación independientemente de su “santo de cabecera” o de “corona”. Estos dos conjuntos son un resultado del proceso de transculturación. Ellos son asumidos por los religiosos como totalidades y no como partes, lo que tiende a desdibujar posibles relaciones jerárquicas individuales.

La caracterización que hace Pierre Verger de la noción de oricha es válida para Cuba, aunque acá ha perdido dos de los rasgos señalados por el investigador: no es exactamente un bien de familia ni se transmite por linaje paterno.

La creación, como acto trascendente, está muy atemperada en Cuba, y los religiosos no le conceden mucha importancia, al menos externamente. La creación del mundo y de los orichas es un problema que pertenece al pasado, y en las historias de la creación que aparecen en los documentos escritos por los religiosos se observa la influencia de otras normas.

El cambio de posición -de hegemónico a subalterno- de los elementos culturales precedentes del etnos cultural yoruba, implicó pérdidas en algunos casos y en otros reajustes. Orommiyon, cofundador con Olokun del etnos Yoruba -según una versión recogida por Frank Willet, y reconocida como el mundo presente convertido en pasado-, no se conoce en nuestro medio; la temida Olokun es en Ife una deidad independiente y no un camino de Yemayá o la madre de Yemayá, como la identifican muchos de nuestros religiosos.

Conviene recordar que Oyá dejó de ser la dueña del río Níger para convertirse en la portera de nuestros cementerios; Ochún, en Cuba, simboliza el reino de las aguas dulces y la femineidad de la cubana, mas no la sobria fertilidad de la diosa adorada en Yorubalandia. En su oriki se dice:

Ella es la sabiduría de la selva, es la sabiduría del río. Donde el médico fracasó, ella cura con agua fresca. Donde la medicina es impotente, ella cura con agua fría; ella cura al niño y no cobra al padre. Alimenta a la mujer estéril con miel y su seco cuerpo se hincha como un jugoso fruto de la palma. ¡Oh! Cuán dulce es el roce de la mano de un niño.20

En el proceso de construcción de la identidad santera se ven comprometidas infinitas acciones comunicativas. Cuando se agrupan las motivaciones que, según los testimonios, condicionan el ingreso en la religión, resultan privilegiadas las siguientes: la adopción de los postulados santeros, que puede significar continuar una tradición de familia; la solución de conflictos contingenciales ligados a la vida personal, social, profesional, etc.; una manera de obtener el sustento que puede o no implicar formas de lucro muy diversificadas; la búsqueda de una identidad cultural.

Los factores mencionados no son restrictivos ni excluyentes; por tanto, varios de ellos pueden confluir y calificar, conformar y modelar la red de relaciones socioculturales en las que se inserta el individuo comprometido con el ejercicio ritual.

Entre los elementos que explican y sirven de acicate al reconocimiento de la condición de santero, no se detectan, como signos de ellos: la necesidad de violar las normas sociales establecidas y refrendadas por la tradición sociofamiliar; un deseo premeditado de singularización o la explícita proclamación del derecho a la diferencia; reacciones de autodefensa a la agresión de las normas tradicionales; manifestaciones de nacionalismo chauvinista, odio, racismo, o resentimiento ante ciertas hostilidades sociofamiliares.

Son otros los móviles que reconocen los religiosos y que detectan los estudios. La Santería le brinda al sujeto la posibilidad de una constante, flexible y dialogada interacción con lo sagrado; a nivel individual o en el reducido entorno de la familia ritual, la Regla de Ocha-Ifá le permite al individuo estar en estrecha relación con la recreación y reconstrucción del legado que se asume como tradicional, estar en contacto con herencias culturales disímiles que coexisten y confluyen en la práctica y favorecen la voluntad de asumir premeditadamente un cambio.

Por ignorancia o tendenciosidad, las formas culturales que entronizan las hegemonías, han despreciado el valor de la tradición oral como medio de expresión de una cultura. También, durante años, se le negó a la Santería la condición de cultura y las funciones que ella es capaz de desempeñar, tales como las de memorización, entendimiento, normación ética y expresión estética. La poca instrucción académica atribuida a sus practicantes y la carencia de un texto escrito semejante a la Biblia, se ha utilizado como indicadores de una supuesta falta de inteligencia y saber.

Este enfoque tiende a omitir que bajo el signo de la oralidad han pervivido informaciones que “dan fe de los comportamientos pasados de los individuos, nociones filosóficas, concepciones cosmológico-alegóricas, normas étnicas, sociales y estructuras discursivas abiertas y flexibles a la novedad aun cuando conservaran núcleos mínimos irreductibles”.21

La oralidad implica una actitud ante la realidad y no todos los datos verbales constituyen una tradición, solo aquellos que durante cierto tiempo son refrendados por el grupo. Son mensajes transmitidos de una generación a otra, influidos y condicionados por formas-cánones procedentes de diferentes estratos.

La cultura, la educación y la instrucción en los marcos de la práctica santera no están homogeneizadas y no todos disponen de los mismos conocimientos, hábitos, costumbres y hasta normas rituales; heterogénea es también la integración del grupo desde el punto de vista socioprofesional. De esta manera se favorece, y más que favorecerse se hace un requisito indispensable, el intercambio de información y la dinámica continuidad-cambio en la interpretación de los datos. Las siguientes informaciones dan luz sobre esto.

Hay casas de santo en las que no se utilizan “herramientas” acompañando a los “otanes” (piedras que simbólicamente representan a las divinidades), pues esos religiosos consideran que eso es superfluo, ya que los africanos no pudieron traer ninguno de esos objetos y consideran que muchos de ellos fueron incorporaciones que se hicieron en nuestro contexto.

Los ejemplos más utilizados para argumentar el criterio anterior son el salvavidas que integra el conjunto de herramientas de Yemayá, las sirenas de Olokun, los clavos de línea de ferrocarril que se dedican a Ogún.

Otras modificaciones que se pueden observar son las que competen a la relación existente entre los iyalochas, babalochas e igboros, y los babalaos. Hay casas donde en las ceremonias de iniciación no prescinden de la presencia del servidor de Orula, el dios de la adivinación, al que están consagrados los babalaos. En otras casas todo el ceremonial se desarrolla sin la presencia de aquel. Existen casas dedicadas al culto de Ifá en las que el ingreso a la condición de babalao está precedida de su coronación como omo-ocha o hijo de santo; pero en otras, el sujeto puede prescindir de la iniciación en ocha y consagrarse directamente como babalao.

En el seno de la comunidad santera deviene tradición todo aquello que se juzga importante para el buen funcionamiento y comprensión de los hábitos que marcan la evolución del fenómeno. Así encontramos que en la práctica santera se suscribe la necesidad del empleo de la lengua yoruba. En algunos lugares y circunstancias, el repetir ciertas fórmulas de los remanentes de esa y otras lenguas que quedan en Cuba, funciona como un signo de prestigio ritual; y a la vez, como una forma de incomunicación porque es el castellano y no el yoruba el soporte y vehículo del pensamiento y el saber santero.

La masa: el saber depositado

En 1970 tuve la extraordinaria posibilidad de obtener, de boca de un babalao (Eusebio Hernández, de 86 años de edad, 76 de iniciado omo-Changó y 50 de babalao en aquel entonces) una moyuba que él había empleado en ciertas circunstancias rituales. Según me contó, la había aprendido de su padrino Saturnino de Cárdenas. Este antiguo rezo se había conservado en Cuba -a través del tiempo- en los tradicionales ambientes santeros, en las profundas intimidades de las casas-templos consagradas a la adoración de los orichas. A través de ella se hace posible, gracias a la lengua, la presencia de aquellas civilizaciones africanas que aún se reconocen como el antecedente inmediato de la Regla de Ocha-Ifá.

Kinkamaché to gbogbo oricha Aché awó, aché babá ikú, aché Aché to gbogbo made lo ilé Yansa

Moyuba erí mi Moyuba babalao, olué Moyuba iyalocha, babalocha Moyuba igboro, aleyos, to gbogbo made lo ilé

Tote jun ko mo fi edde no Arayé jun ló Ikú jun ló Ofé jun ló

Kosi ikú Kose kofé anú Kosi ofo jun ló

Folé owó Folé ayé Folé aché.22

En 1990 pedí a varios santeros, amigos míos, que me dieran ejemplos de “moyuba”. Antes de contestarme, casi todos me preguntaron a qué yo denominaba “moyuba” y para qué quería esa información. Una vez aprobado este examen aparecieron otros reparos. Si bien comprendían mis propósitos, la solicitud no dejaba de resultarles extraña, básicamente porque con anterioridad ninguna otra persona les había reclamado tal información.

A mis amigos no les era fácil darme los textos porque las moyubas, denominadas también parlas, rezos, invocaciones, forman parte de la intimidad de la práctica y del religioso; resultaban muy personales y según todos ellos “no son como el Padre Nuestro, el Ave María, o el Credo, que todo el mundo se aprende igual”;23 no constituyen secretos, pero al estar destinados a un solo interlocutor -los orichas-, se tornan privadas; por último, se conservan en la memoria.

Cuando tuve la información en la mano descubrí -con alegría y sorpresa- que uno de los nuevos ejemplos coincidía, en parte, con la que Eusebio Hernández me había dado hacía 20 años. Había más de un elemento común. Las dos moyubas, en sus núcleos básicos, habían sido enseñadas por los respectivos padrinos después de la ceremonia de iniciación, se empleaban para introducir otros textos en las ceremonias privadas y como una unidad cerrada en las ceremonias públicas.

Kinkamaché … (nombre del oricha a saludar). Moyuba to egun que están en el araonú … (nombres de los familiares difuntos del que hace la invocación) Moyuba oluo, iyalocha, y babalocha que están en el araonú… (nombres de difuntos religiosos integrados a la familia ritual). Aquí está su hijo … (nombre del que hace la invocación) que le pide su bendición. Kinkamaché … (nombre del padrino ritual). Kinkamaché … (nombre del segundo padrino ritual).

Moyuba el erí mi. Moyuba oluos, iyalochas y babalochas que coguan en el ilé, moyuba igboro y aleyos que coguan en el ilé. La bendición de mi madre me alcance, la bendición de mis hijos me alcance, la bendición de mis hermanos me alcance. Aquí está su hijo … que le pide me libre de iña, arayé, tiya-tiya, achelú, acobú, fitibo, ikú, /anú. Que me libre de todo lo malo.

Toto jun ko me fi edeno Arayé jun ló Ikú jun ló Anú jun ló Ofó jun ló

Kosi ikú kosi kofé anú kosi ofé jun ló

Folé owó Folé ayé Folé aché Aquí está su hijo … que le pide su bendición, salud, fuerzas y energía.

La vieja moyuba se fue transformando, sufrió un proceso de cambio en el que se manifestó el factor individual que resultaba más afín a la médula estructural del corpus santero. Otra diferencia estriba en que mi amigo había reconstruido la moyuba, enseñada por su padrino, agregándole un texto encontrado en un libro de Fernando Ortiz. Estaba en presencia del diálogo que, al menos en nuestra sociedad, se produce entre la oralidad, el documento escrito y la práctica cotidiana. No fortuitamente el profesor Argeliers León se refería a la tradición oral-escrita como un binomio inseparable.

No quiero pasar por alto que la primera parte de esta moyuba está dedicada a la invocación de los antepasados. La selección de los nombres que integran la lista queda a la libre elección del sujeto que los invoca. Los antepasados citados están en relación directa o indirecta con el sujeto, a través de su propia experiencia de la vida, la de sus padrinos o la que se asume como de la familia ritual. De este modo pueden aparecer en la relación nombres de personas no conocidas por el iniciado que hace el rezo; en este sentido hay ejemplos paradigmáticos: Obadimelli, Fermina Gómez, Pepa y Susana Cantero.

En estas dos variantes, de las múltiples que podemos encontrar, se encierran claves que permiten un acercamiento al sistema de pensamiento santero y a algunos de los mecanismos internos que caracterizan y cualifican la práctica ritual. Ellos marcan diferencias con el antecedente y con la propia Santería como referente. Se cumple acá la consideración de Greimas cuando afirma que “el mundo humano parécenos definirse esencialmente como el mundo de la significación. El mundo solamente puede ser llamado ‘humano’ en la medida en que significa algo”.24

En el sentir omniabarcante que los religiosos le imprimen a la moyuba se expresa su relación con la naturaleza, de la cual se infiere su totalizadora concepción del universo, deducible del “kinkamaché to gbogbo oricha”.

El kinkamaché constituye el saludo jubiloso, de ventura y dicha, al conjunto de orichas, y lleva implícita la solicitud de salud y bienestar psicofísico del individuo. Ese bienestar abre las puertas de la armonía como tendencia universal y manifestación del equilibrio cósmico e individual.

La invocación genérica de todos los orichas incluye -pero de modo atemperado- sus particularidades individuales, y evoca un fundamento tradicional que desanda la historia y se inscribe en la intemporalidad desconocedora de fronteras cronológicas; allá tuvo lugar la formación y el origen de la vida. Refieren los viejos santeros, y se recoge en los manuales de Santería, que:

En Africa, como en todas partes, tienen sus creencias fundadas en algo original o histórico, se dice que antiguamente, antes de que Cristo andara en este mundo, no había ni árboles ni ríos ni mares, sino llamas, candela y fogajes. Esto sucedió por muchos siglos y como consecuencia de este vapor, producido por las llamas, se acumularon muchos gases formando nubes que no se mantenían en el espacio y todo por voluntad de Olofi. Entonces esas nubes errantes cargadas de agua se descargaron sobre las llamas en la parte que más intenso era el fogaje, y como era tanto el peso de esas aguas, se abrió la tierra, esta se fue hundiendo formando grandes charcos, que son conocidos hoy por océanos y es donde nacen las yemayaes desde Olokun hasta Okuti. Después esas llamas se fueron acumulando alrededor hasta que se convirtieron en lo que hoy llamamos sol, nace Aggayú. Después las cenizas de aquellas rocas y cuerpos sólidos se fueron acumulando y mezclándose con el vapor y la humedad, se convirtieron en fango y pestilencia, según dicen, nace San Lázaro. Más tarde, la tierra se fue tornando más fértil y húmeda dando origen a las plantas y flores, nace Osain. A consecuencia de las masas de vapor y humedad que se derramaban sobre la tierra, se fueron abriendo brechas y canales para alejar ese líquido dando origen a los ríos, nacen los Ochunes, desde Ikolé hasta Ibuindo. Todas las rocas no fueron quemadas y mediante procesos se tornaron montañas y lomas, nace Oke. Se dice que el volcán dio origen a Aggayú y por eso se dice que es Oroiña que quiere decir “hijo de la entraña de la tierra”. Obatalá fue creado por obra y gracia del señor Olofi”.25

Al inicio del trabajo comentaba que no se reconocen referencias muy consolidadas ligadas al antecedente africano. Africa se perfila como algo alejado donde está situado el origen. El hombre, los principios de autoridad, la familia, el entorno social y lo sobrenatural concretados en acciones específicas se ubican en un espacio indeterminado; lo mismo puede ser la ciudad que el campo, el cielo o la tierra, el río o el mar, el llano o la montaña, como se manifiesta en otros “pataquines”. De hecho quedan involucrados todos los espacios a los que el sujeto tiene o cree tener acceso física o espiritualmente, y adquiere categoría de sagrado en virtud de la omnipresencia de las divinidades.

Los orichas, que según esta versión se van conformando conjuntamente con la naturaleza, no constituyen -según ponen de manifiesto otros relatos- arquetipos morales, no son infalibles ante las debilidades humanas, no son dogmáticos, y su gusto por el juego, la antisolemnidad y cierta provisionalidad de sus emociones y acciones, flexibilizan el sentido trascendente emanado de las historias que explican cómo el santo nació del muerto o -dicho en términos ortodoxos- “ikú lovi ocha”.

La invocación al difunto, al antepasado, al que está “ibaé” precede cualquier ceremonia; en ella está implícita la solicitud de bendición; así, el “aché awó, aché baba ikú, aché / aché to gbogbo made lo ilé Yansa” es interpretado por los religiosos como “bendíceme mayor, Padre difunto. Bendíganme todos los que habitan la casa de Yansa”.

El misterio de lo débil, conjuntamente con la fuerza de lo suave, se entremezclan con la ingenuidad y la temeridad, con la necesidad de perpetuar y perpetuarse en palabras y objetos que simbólicamente representan fuerzas universales. Esta sugerente espiritualidad es la que sirve de soporte conceptual a los “otanes”, piedras representativas del poder de los orichas, como he mencionado antes. Son ellas la continuidad del ser, son el principio único que radica en la naturaleza y que perdura a través de todos los tiempos, más allá de las edades; con las luces que conducen las acciones humanas y también las sombras.

El muerto/antepasado y el santo/oricha están asociados a la historia del nacimiento de Eleguá; el otá, o piedra que sirve para representar al niño-príncipe después que muere, se hace extensivo a todos los orichas. Todo parece indicar que Eleguá, deidad polar, representativa de la vida y la muerte, de la alegría y la tristeza, de los caminos y las encrucijadas, es el punto de partida de una armonía lograda por contrastes, de un equilibrio arrellanado sobre tensiones. Cuenta la historia del nacimiento de Eleguá:

Había en una tribu africana un oba que se llamaba Ocubero y su mujer Oñagui y estos tuvieron un primer hijo al que llamaron Eleguá. Creció Eleguá y como príncipe que era le nombraron su séquito palaciego o sea su guardia. Un día, ya hecho muchachón, Eleguá salió con su guardia a pasear y al llegar a un lugar en que había cuatro caminos, su séquito, sin saber la causa se paró también, varios segundos después Eleguá dio unos cuantos pasos y se detuvo otra vez. Esta operación, Eleguá la repitió tres veces y siguió hasta llegar al lugar de aquello que él vio y lo hizo detenerse. Era una luz, como dos ojos relumbrantes, que estaba en el suelo. Aquello fue un asombro para su séquito, pues cuando llegaron al lugar, vieron que Eleguá se agachó y cogió un coco seco. > Aquel muchacho era tan atrevido que en todo se metía, ya fuera malo o bueno, no le temía a nadie ni a nada, tan pronto era tu amigo como tu enemigo, se envalentonaba por ser príncipe y le había temido a aquel insignificante coquito. Eleguá llevó el coco para su casa y le contó a sus padres lo que había visto, pero nadie lo creyó. Eleguá tiró el coco detrás de la puerta y allí lo dejó. Pero un día estaba reunida toda la casa real y su séquito en una fiesta y todos vieron con gran asombro las luces del coco y todos se horrorizaron de aquello. Aconteció que tres días después de la fiesta Eleguá murió y durante todo el tiempo del velorio, aquel coco estuvo alumbrando. Fue respetado y temido por todos. Pasó mucho tiempo después de la muerte del príncipe y el pueblo pasaba por una situación desesperada. Los mayores, los awos, se reunieron y sacaron en consecuencia que era el estado de abandono de aquel coco dejado por el príncipe. Fueron a brindarle holocausto, pero al acercarse allí vieron que el coco estaba vacío, comido por los bichos. Entonces deliberaron acerca de aquel objeto que tenía que perdurar a través de los siglos y vieron y pensaron que el coco no servía para venerarlo, entonces pensaron en la piedra, ota, y fue aceptado y la lavaron. Pusieron a ota en un rincón que es lo que hacemos en nuestros días.26

Coco y piedra son representativos de lo efímero y lo perdurable, de lo transitorio y lo eterno, lo mutable y lo inmutable, de la encrucijada, de la perfección. Asociado a estos significados aparece la ética latente tras todas las acciones. El relato del coco en su condición de Obi nos acerca a esta problemática.

Olofi tenía mucha estima a Obi. Obi era justo y puro de corazón, modesto y sencillo como los justos. El corazón Olofi se lo hizo blanco, le hizo blancas las entrañas y la piel y lo elevó a gran altura. Pero Obi se envaneció en las alturas. A su servicio estaba Eleguá, criado también de Obi. Un día Obi hizo una fiesta y mandó a invitar a sus amigos con Eleguá, que conocía a todos los amigos de Obi. Todo el mundo se consideraba amigo de Obi y entre éstos, junto a los grandes de la tierra los Okokus, Olorogu, Tobi Tobi, Oriseso. Ogboni, Ayuyebalogué, se encontraban los pobres, los aere, achini, oburegua, aimó, alaquisa elegbo, gente fea, miserable, sucia, llagada, pordiosera. Los feos, los deformes y los hermosos, los limpios y sucios, todos querían a Obi. > Eleguá había observado cambios en Obi, había sorprendido detalles de arrogancia y de orgullo que manchaban invisiblemente su inmaculada blancura, y en vez de invitar a los ricos exclusivamente, como era la intención de Obi, sólo invitó a limosneros, harapientos y malolientes, hombres y mujeres defectuosos de fealdad repugnante. > Cuando Obi el día de la fiesta, contempló aquella turba fea y miserable de andrajosos y tullidos, les preguntó fuera de sí que quién los había invitado; respondieron que había sido Eleguá en nombre suyo. Obi los despidió, no sin haberlos reprendido duramente por haberse presentado ante él en aquel estado de suciedad y abandono. Y así los miserables de la tierra se marcharon abochornados de casa de Obi y Eleguá con ellos.

Algún tiempo después de esto, Olofi envió a Eleguá a la tierra con un recado para Obi. Eleguá se negó a llevarlo y le contó la conducta inclemente de Obi. Olofi se disfrazó de mendigo y fue a buscarlo. Obi al ver a aquel okure astroso que amenazaba contaminarlo con sus guiñapos hediondos, le pidió que se alejase y le increpó por no haberse bañado y vestido un achó limpio antes de presentársele. Le volvió la espalda. Entonces Olofi, sin fingir la voz, pronunció su nombre con indignación y Obi se volvió extrañado. Reconoció a Olofi y se arrojó a sus plantas. “Perdón”. Y Olofi dijo “Obi tú eras justo por eso te hice blanco el corazón y te di un cuerpo que era digno de tu corazón. Para castigar tu orgullo aunque conservarás blancas las entrañas, bajarás de tus alturas para rodar y ensuciarte en la tierra”. Y el castigo consistió en caer de la rama y rodar por el suelo. Desde entonces el coco sirve para “romper enfermedades”. El que ofendió a los tullidos y llagados, negándose a admitirlos en su fiesta, rueda en las casas más pobres donde hay enfermos y los limpia por Obatalá.27

Este mismo Obi es el que se emplea para la adivinación y todos los orichas “hablan” a través de él. En otra historia, se narra que Obatalá reunió bajo un cocotero a todos los orichas para repartir jerarquías y mandos y puso a los pies de cada santo un coco partido; así, todos los orichas tienen derecho a él; desde entonces, ningún rito puede realizarse sin la ofrenda del coco a ikú, eguns y orichas. Todos los caminos conducen a la presencia del muerto, el antepasado difunto, y con esto la manifestación de expresiones mediumnímicas y los nexos con el espiritismo en sus versiones locales.

El oddun o letra del sistema predictivo interpretativo conocido como caracol o dilogun, denominado “oché”, caracterizado por el signo donde se habla de familia y tragedia, en uno de sus “ebbo”28 se usa lo que algunos italeros29 llaman “chequeché”. Cuentan que así se denominaba la acción que le dio fundamento al santo en Cuba; se afirma que algunos yorubas esclavizados trajeron al cuello un hilo blanco con una pluma de loro y un hilo negro con el aché del santo-obi, erú y kola. Estos traían la autorización para autocoronarse, pues esos objetos eran la evidencia de que el proceso de iniciación no había concluido en su lugar de origen.

Si la existencia del “chequeché” se corresponde o no con la realidad histórica, no estamos en condiciones de asegurarlo; pero sí es indiscutible que muchos religiosos apegados teóricamente a posiciones ortodoxas, preservan un lugar especial para el origen o asentamiento cubano de esta práctica y el papel desempeñado por los antepasados. Estos sirven para marcar diferencias con el antecedente africano. Después de solicitar la bendición, se pide permiso:

Moyuba erí mi Moyuba babalao, oluo Moyuba iyalocha, babalocha Moyuba igboro aleyos to gbogbo made le ilé

Con este segmento penetramos en el mundo presente, en lo cotidiano, en el acontecer que sobre el pasado sedimento actúa con fuerza para proyectarse sabiamente hacia el futuro. Con el permiso de la cabeza, que todos saben salva o pierde si no oye consejos; con el permiso del babalao, oluos, iyalochas, babalochas, igboros y hasta los que aún tienen un incipiente o ningún compromiso con la práctica, es que podemos entonces, intentar alcanzar la armonía.

Es necesario el permiso de todos ellos, porque según acredita otra vieja expresión -de origen yoruba- convertida en sentencia: “Obedi ka ka obedi le le”, (Olofi repartió el conocimiento entre todas las cabezas). Todas ellas son portadoras de sabiduría y por tanto dignas de respeto y consideración. A esta concepción se articula otra no menos significativa, la del rechazo al desprecio, al envanecimiento, a la falsa concepción de superioridad y la excesiva arrogancia. Vale la pena recordar la historia de Obi y la de Erí y Oriolo.

La cabeza es la que lleva el cuerpo. Como Erí decía que él era Obá, el orificio dijo que con todo el rey del cuerpo era él y lo probaría. ¿Qué hizo Oriolo? Se cerró. Pasó un día, dos, la cabeza no sintió nada. Al cuarto la cabeza bien, si acaso un poco pesada, pero el estómago y el intestino estaban un poco inquietos. Al sexto día, ilú, el vientre estaba gravísimo, wowo, el hígado, odosú, duro como un palo y Ori empezó a sentirse mal. Muy mal. Eluyó, la fiebre hizo su aparición. El purgante lerroá no se conocía entonces y la situación empeoró a partir del décimo día, porque ya todo funcionaba mal y la cabeza, los brazos, las piernas no podían moverse. Lo que entraba el purgante de guasasí no salía. La cabeza no se puede levantar de la estera para llevar al cuerpo. Ella y todos los órganos tuvieron que rogarle al Orificio que se abriera. El demostró lo importante que es aunque nadie lo considera ahí donde está en la oscuridad y despreciado por todos.30

Es frecuente oír la recomendación de babalochas e iyalochas de refrescar erí (31) para evitar acciones que entorpezcan el presente y comprometan el futuro individual y familiar. A la cabeza se le concede especial importancia, y los religiosos afirman que “la cabeza guía al cuerpo” y que “oreja no pasa a cabeza”. De ella es dueña Obatalá, símbolo de la pureza, la tranquilidad, la armonía y la paz.

En erí se asienta el Angel de la Guarda, o sea, el santo que funge como padre o madre del individuo, o aquel que posibilita que este sea recibido a través de una ceremonia especial denominada “oro”.

El permiso que se le pide a la cabeza es dirigido, en última instancia, al oricha. Este suele estar en todas partes acompañando a su omó, pero especialmente se encuentra en la casa, en el “ilé” de su hijo. Al ser la casa la residencia del oricha, esta deviene templo, se transforma en un lugar sagrado.

La moyuba involucra la casa cuando se dice: “to gbogbo made lo ilé”. Con ello se alude a todos los presentes en la vivienda, los que vinieron a la ceremonia, los que están de visita, los vecinos que ocasionalmente entran y salen, los familiares que creen y los que no creen. Es indudable que este es para el santero un lugar sagrado, superprotector y superprotegido. La casa es una entidad de trascendencia cósmica, cuyas raíces se afincan en los otanes de fundamento, aquellos que son representativos del poder del oricha.

Casa y universo se funden para preservar al hombre. Nada hay de insignificante, nada de minúsculo; todo es eminente, superior. El valor particular de la casa viene dado por la presencia, entre otros, de los guerreros, el canastillero, los santos de adimú, plantas y animales consagrados al oricha.

Las divinidades encarnan fuerzas inconmensurables destinadas, en lo particular y en lo general, a orientar el destino de los hombres; soperas, lebrillos, bateas, receptáculos todos empleados para contener los otanes, no son celdas que oculten lo prohibido, ni oprimen lo sacrílego, sino espacios que guardan la intimidad de lo sagrado, la privacidad del ser.

Solicitar el permiso al erí y a todos los presentes, como se hace en la moyuba, es pedir autorización para entrar en contacto con la tierra profunda, con la grandeza que trasciende las edades.

Folé owó Folé ayé Folé aché

Esta petición va acompañada de un movimiento de brazos circular y en la dirección de la persona que hace la invocación para atraer diferentes venturas. Aquí se pone de manifiesto que lo divino no excluye a lo cotidiano ni lo metafísico a lo físico. El hombre que a través de la ceremonia de iniciación ha buscado un espacio para vivir en armonía, o al menos tratar de encontrarla, reclama protección y amparo.

De la moyuba puede inferirse que el hombre santero centra su atención en aquellos problemas que pueden perturbar el desarrollo y consumación de aspiraciones y sueños si no son debidamente controlados; por consiguiente, siempre que se pueda, hay que alejar la tragedia (arayé), la muerte (ikú) las vicisitudes (ofo), las enfermedades (anú) y todo aquello que pueda representar las fuerzas del mal. Solo así se puede solicitar bienestar, salud, fuerza. En suma, “aché”.

Conclusiones

El traslado del africano al Nuevo Mundo significó una ruptura espacial y temporal y una atomización de sus esencias culturales. El esclavo se vio obligado a aprender una nueva lengua y conocer una nueva mentalidad. Tuvo que sobrevivir en medio de desequilibrios sociales, económicos y políticos agudizados por los prejuicios que se derivaban de su condición de negro y esclavo. Todo ello favoreció, sobre todo en sus descendientes, como en casi todos los cubanos, una asimilación flexible de la realidad ajustada a las contingencias del “reino de este mundo”. En ello influyeron muchas de las concepciones que constituían núcleos significativos en las culturas matrices; sirva de ejemplo, la noción de iwàpèlé contenida en el corpus de Ifá yoruba-nigeriano.32

La Santería -y ello puede hacerse extensivo a otras manifestaciones de la cultura popular tradicional- no acepta la impositiva extrapolación de etiquetas y membretes clasificatorios creados para explicar fenómenos de otras latitudes que, fuera de sus contextos y aplicados mecánicamente, tienden a inmovilizar prácticas culturales vivas o interactuantes con el acontecer sociocultural del contexto en el que están inscritas.

Esa resistencia a ajustarse a cánones externos que se hace manifiesta en la Santería encuentra, a nuestro juicio, su punto de partida en la confluencia, prácticamente simultánea, de herencias culturales disímiles en tiempo y espacio que se produce en tierras de “aquende el Atlántico”; en la imprescindible reconstrucción espontánea de universos estructurados sobre remanentes culturales de las sociedades tradicionales africanas que facilitaron, en lo esencial, la articulación de todas aquellas normas que se hicieron funcionales para el sujeto insertado, por voluntad propia o de forma obligada, en un nuevo contexto; en la permanente recreación del legado que se asume como tradicional; y en la voluntad de asumir, premeditadamente, un cambio.

La naturaleza innovadora del hombre y el desarrollo científico-técnico agilizan los cambios socioculturales, aun cuando las estructuras, a las que el sujeto vincula significativas esencias de su ser, están regidas por normas tradicionales, como ocurre para el sujeto santero.

Este hombre no vive esclavizado por esas normas. La dinámica de la vida social y su activa participación en ella condicionan el establecimiento de vínculos con otros sistemas de regulaciones socionormativas e informacionales que condicionan cambios en los valores, conductas y proyección social de los sujetos.

Si el hombre santero puede lograr que su hijo ingrese en la universidad, hará todo lo posible para que ello se cumpla. No subordinará el posible desarrollo científico de su hijo al proceso religioso, sino que este se pondrá en función de facilitarle el acceso a las aulas universitarias y a la carrera preferida del joven. En esta, entre otras posibles situaciones, se inserta el hombre santero en Cuba.

La proyección del sentido de pertenencia al grupo y el sentimiento de identidad que se genera por su condición de santero, son el resultado de una peculiar interrelación entre la tradición familiar que se transmite de padres a hijos y ahijados, y la inserción, adecuada o no, del ideal hegemónico del sujeto al medio social en el que vive.

La asunción del cambio, en el orden personal, entraña el desarrollo de la capacidad de construir, arraigar, generalizar y defender por una parte, la apetencia de independencia, por lo que se hace esencial para el sujeto saber que puede disponer de múltiples opciones. Es también importante conocer los mecanismos de contención, pues la elección no depende de su sola voluntad, sino también de la sugerencia emitida por la divinidad a través de las variantes predictivo-interpretativas.

Salvo en los casos de iniciación de niños, el resto de las personas que se inician en la Santería, en el momento de su arribo a la “coronación”, están formados o deformados socioculturalmente. La práctica ritual puede ejercer cierta influencia sobre el individuo, si él está en disposición de atender a las sugerencias de sus mayores en el santo y, por supuesto, de los orichas. Ello favorece su enriquecimiento espiritual y consolida, al decir de los religiosos, su voluntad individual de cambio.

La interrelación de los sujetos con diferentes medios sociales y culturales, entre los que se encuentra la familia ritual y con ella la persistente y permanente circulación de bienes culturales e ideas religiosas y extrarreligiosas, contribuye a la resemantización de los estereotipos santeros.

La existencia de la familia ritual es trascendente; primero, porque funciona como soporte del saber tradicional y se constituye en su custodio principal; segundo, porque la información convive en el seno de varias generaciones y ella enriquece su caudal por la confrontación generacional; tercero, por la fluida relación entre transmisión oral y escrita del legado.

La proyección de estereotipos individuales y colectivos forma parte de todo un sistema de valores y conocimientos. Para el hombre santero nada es más importante que el hombre.

Alrededor de este se construyen los principios de autoridad sostenidos por el culto a la prudencia, el respeto a la experiencia, la medida y la precaución; aquellos sostienen, al menos teóricamente, a la familia y esta es envuelta por el entorno social.

La confrontación de la identidad, en el contexto santero, es un proceso permanente en el que se articulan momentos de ascenso y descenso de la información sociocultural aprendida, de reconocimiento, negación y superación de los juicios y valores con los que opera el sujeto.

La identidad cultural no se construye exclusivamente dentro de los límites de ciertas esferas del saber previamente determinadas, ni ellas deben ser erigibles como áreas paradigmáticas de construcción de la identidad.

La Santería, sin que sus portadores-miembros sean portavoces premeditados de ciertas invariantes de identidad, es un soporte de tan complejo fenómeno.

Actos o hechos culturales de la naturaleza de la Santería, implican la transmisión en el tiempo y la propagación en el espacio, de múltiples informaciones, concepciones y comportamientos que, aparecidos en ciertos estratos sociales, se desplazan hacia otros.

Hoy, cuando miramos a nuestro alrededor y constatamos que el “oché” de nuestro Changó tiene homólogos en la antigua civilización cretense; que los baños de “mewa” proponen lejanas asociaciones con la cultura del antiguo Egipto; que la divina Ochún tiene en la americana calabaza su adorado cofre; que a la valiente Oyá algunos religiosos le dedican berenjenas, cuyo origen se reconoce en la India; que babalaos, babalochas e iyalochas recomiendan poner rosas y azucenas a orichas y espíritus, es evidente que estamos en presencia de cambios, trasmutaciones y desplazamientos que involucran, en mayor o menor medida, a muchas culturas del planeta.

A nuestro Changó se le ponen manzanas, siempre que se puede, y a Santa Bárbara, plátanos, que no tienen que ser indios y hasta pueden ser plásticos. Todos nuestros orichas gustan del tabaco, del mismo que disfrutaban nuestros aborígenes y que por la acción de la conquista y la colonización se extendió a todos los confines del globo terráqueo. En cualquier ceremonia encontramos cakes colocados como ofrendas al pie de los “tronos”; muchos de estos peculiares altares se adornan con mantones de Manila, pañuelos de seda china, sofisticados ornamentos y encajes que no hace mucho tiempo nos llegaban de Europa del Este.

Defender el derecho de existencia del cake para Obatalá es preservar el espacio para las mutaciones, que se producirán independientemente de nuestra voluntad, por el papel que la vida cotidiana desempeña en el funcionamiento y regulación de la cultura popular tradicional.

Todos los que defienden, abierta o solapadamente, la yorubización de la Santería, deben meditar sobre ello y sobre la responsabilidad que contraen al asumir una postura tendiente a la despersonalización de tan rico y complejo fenómeno, al subvalorar otros de sus carriles. Aunque buenos propósitos animen esa idea, vale la pena recordar que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.

Algo tranquiliza, y es que en nuestras culturas no ha habido mucho espacio para el petimetre que pretende culturizar al “vivo”, pues siempre una trífida lengua, en tolerante y lacerante actitud ha sabido decir: “No seas bobo compadre”. A lo que, contemporáneamente se añadiría: “Desmaya eso”. ¡Confiemos!

Notas

1. Taller Internacional: Influencia yoruba y otras culturas africanas en Cuba. La Habana, Palacio de Convenciones, 25 al 30 de mayo de 1992.

2. Los términos iyalocha y babalocha se han empleado en Cuba para designar a una madre y un padre de santo, de acuerdo con su etimología (iya = madre; baba = padre; ocha = oricha). El primero, aparece consignado por Lydia Cabrera en Anagó (La Habana: Ediciones CR, 1957: 177), pero no así el segundo, lo que hace suponer que, al menos en aquella época, no era un vocablo de estricta oriundez yoruba, aun cuando las dos palabras que lo conforman remiten a ese antecedente. En la actualidad esos términos resultan más distinciones técnicas que vocablos en uso. De cien entrevistas realizadas a santeros con más de cinco años de “iniciados” en la Santería o Regla de Ocha, solo cuatro pudieron dar el significado; el resto o no lo sabía o dio significados erróneos. Estos términos han sido sustituidos por los de “madrina” y “padrino”. El vocablo babalao proviene de baba, padre, y awo, secreto. Se emplea para designar a los hombres consagrados a la adoración de Orula, dios de la adivinación en la Santería o Regla de Ocha-Ifá, y a la interpretación del sistema de Ifá. Mantiene actualidad y vigencia.

3. Raymond Firth, Social change in Tikopia, Londres, 1959: 10.

4. Fernando Ortiz, El engaño de las razas, La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1974: 35.

5. Cintio Vitier, Lo cubano en la poesía, La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1970: 433.

6. Fernando Ortiz, Africanía de la música folklórica de Cuba, La Habana: Editorial Universitaria, 1965: 113.

7. Moisés Kagan, “Del sincretismo artístico al sistema de artes contemporáneo”, en: Problemas de la teoría del arte, La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1989, t.4: 273.

8. Basil Davidson, Mère Afrique, París: Presses Universitaires de France, 1965: 23.

9. Berta J. Sharevskaya, “Las religiones del Africa tropical. Contribución a la crítica de las concepciones fideístas occidentales de los cultos africanos autóctonos”, en: Armando Entralgo, comp., Africa. Religión, La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1979: 51.

10. Pierre Verger, Flux et reflux de la traite des nègres entre le Golfe de Benin et Bahía de Todos os Santos du XVIIe au XIXe, París: Mouton, 1968:

11. _____, Orixás, Salvador: Corrupio, 1981: 72.

12. Ibíd.: 78.

13. Wande Abimbola, “Iwápèlé: The concept of good character in Ifa Literary Corpus”, en: Yoruba Oral Tradition, Ife: University of Ife, 1975: 380.

14. Fernando Ortiz, Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba, La Habana: Publicaciones del Ministerio de Educación, 1951: 146. 15. Jean Casimir, “Cultura oprimida y creación intelectual”, en: Pablo González Casanova, comp., Cultura y creación intelectual en América Latina, La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1978: 66.

16. Ibíd.

17. Vil B. Mirimanov, Breve historia del arte, La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1980.

18. John Beattie, Otras culturas, México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1972: 321.

19. Fernando Ortiz, El engaño de las razas, Op. cit.: 304. 20. Heriberto Feraudy, Yoruba, La Habana: Editora Política, 1993: 190.

21. Martin Lienhard, La voz y su huella, La Habana: Casa de las Américas, 1989: 153.

22. Los textos entregados directamente por los religiosos, o tomados de libros u otras fuentes documentales, se reproducen fielmente en el presente trabajo.

23. Rodolfo Poey, Entrevista realizada en El Cotorro, 1990. 24. A. J. Greimas, Semántica estructural, Madrid: Gredos, 1971: 7.

25. Pedro Arango, “Manual de Santería”, en: Lázara Menéndez, comp., Estudios afrocubanos, La Habana: Universidad de La Habana, 1990: 238-9.

26. Nicolás Angarica, “El ‘lucumí’ al alcance de todos”, Ibíd.: 100-1.

27. Pedro Arango, Op. cit.: 161-2.

28. Ebbo, en Cuba, es sinónimo de ofrenda, purificación.

29. También se les denomina Obbas y Oriatés. Es probable que el vocablo derive de itá, palabra que designa en Cuba a la “reunión de Iyalochas y Babalochas que se celebra a las setenta y dos horas de haberse hecho un santo, para consultar (‘registrar’) el Dilogun sobre el destino de un iniciado”. (Lydia Cabrera, Anagó, Op. cit.: 174.)

30. Pedro Arango, Op. cit.: 152.

31. Erí, en Cuba, es sinónimo de cabeza.

32. Véase Wande Abimbola, Op. cit.: 389. > (Tomado de la Revista Temas, 1995)

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