© 2001-2007, Miguel Ramos
Este articulo aparece en el libro “Resistencia y Solidaridad—Globalización capitalista y liberación.” Raúl Fornet-Betancourt, ed. Madrid: Editorial Trotta, S.A., 2003 (143-148).
Al mes de haber nacido, mi padre, sentado en un sillón, me mecía sobre su pecho para que yo durmiera. El sueño lo venció a él más rápido que a mí. Al poco rato se despertó al oír los gritos de mi madre al ver mi cabeza y la camiseta de mi padre totalmente embarradas de sangre: mi sangre. De inmediato, corrieron a la Casa de Socorros en Arroyo Apolo pensando lo peor.
Resulta que en mi mollera se había encajado la punta de una espada de oro que llevaba mi padre en su cadena. Aunque mi padre era sacerdote de Obatalá, dicha espada había sido consagrada en Shangó, el Orisha del trueno, por la gran afinidad que él tenía con esta entidad. Afortunadamente, el daño fue mínimo y la herida sanó sin dejar rasgos visibles.
A las dos semanas de este hecho, mis padres acudieron a un toque de tambor y, tan pronto entraron por la puerta conmigo en brazos, Shangó, posesionado de una de sus sacerdotisas, me tomó de los brazos de mi padre y comenzó a bailar conmigo en sus brazos. Al cabo de un rato, me devolvió a mi padre y, frotándome la cabeza, les dijo a mis padres que eso que me había sucedido (la marca que el [Shangó] me había hecho en mi cabeza) era para que se supiera que donde quiera que yo fuese en mi vida, yo era su hijo. Shangó me había marcado para que yo no me le extraviase en el mundo! Mis padres se quedaron anonadados, pues solo ellos, mis abuelos y los médicos de guardia en la Casa de Socorros conocían lo que me había sucedido. Shangó no hablaba mentiras!
A los trece años, en la fría y extraña ciudad de Nueva York, fui ordenado sacerdote de Shangó en la religión lukumí, exiliada en los Estados Unidos junto a un creciente número de cubanos quienes buscaban huir del sistema totalitario implantado en la isla por la revolución Castrista. Con trece años, lo menos que deseaba yo era estar pelado al rape, vestido inmaculadamente de blanco, y mucho menos que me vieran mis amigos quienes indudablemente se burlarían de mí y de mi extraña religión.
A esa edad, habiendo vivido en Nueva York desde los seis años, la religión lukumí era algo ilógico e insensato para mí, aunque no extraña, ya que desde que llegamos de Cuba, mi padre ejercía como sacerdote lukumí y también como espiritista. En mi casa en Brooklyn, casi todos los fines de semana ocurrían actividades religiosas. Cuando no era una iniciación, era un toque, un aniversario de iniciación, o una misa o recogimiento espiritual. Aunque vivía constantemente rodeado por este mundo místico-religioso, mantenía distancia ya que la religión me parecía locura, una absurda superstición cubana. Cuando de casualidad la curiosidad me llevaba a preguntar o indagar, la respuesta usual era que con el tiempo sabría, ya que en ese momento era muy joven para entender. Debo admitir que aun después de iniciado, en aquella época me costó trabajo entender. No obstante, la voluntad de Olodumare y los Orishas pudo más que mi vanidad y mi ignorancia.
Mi conflicto mayor fue con el catolicismo y la relación de los Orishas con los santos de la Iglesia Católica. Mi abuela, devota de Santa Bárbara toda su vida y sacerdotisa de Shangó, me decía que esa santa y Shangó eran lo mismo. Santa Bárbara era la forma percibida por los católicos y Shangó era como se le percibía en África. Esa analogía me ocasionaba grandes conflictos ya que en nada se parecía la santa Católica al dios Yoruba/Lukumí. La imagen de Santa Bárbara que había en la sala de mi casa era una escultura de una bella mujer, de cara placentera, sonriente. Si esa era Santa Bárbara, en nada se parecía a Shangó.
Shangó, el cual yo había visto posesionado de sus sacerdotes muchísimas veces, era tosco, alborotoso, extremadamente varonil. Al bailar, hacia alusión de su masculinidad con el movimiento de sus manos que ascendían al cielo para luego descender como un rayo hacia el área de sus genitales. Cuando veía Oshún en cabeza de alguna sacerdotisa, en su baile Shangó trataba de conquistarla, de seducirla, ensayando el ya bien conocido mito de su atracción a la deidad Lukumí de la sensualidad y el amor. En nada se me parecían Santa Bárbara y Shangó.
Con el tiempo aprendí que Santa Bárbara era la patrona de los artilleros; que cuidaba las fuertes españolas y amparaba a los soldados de la madre patria y que Shangó también se relacionaba con la guerra y tenía un gran ejército a su disposición. Ambos habían vivido en un gran castillo y ambos vestían de rojo y blanco. Santa Bárbara portaba una espada y Shangó un hacha bipene. Cuando tronaba, mi abuela quien le tenía terror a los truenos, corría a tapar a Shangó y a Santa Bárbara con tela blanca, pidiéndoles que tuvieran misericordia. Finalmente, encontré algo en común. No obstante, aun me chocaba el contraste sexual: Santa Bárbara, la mujer de apariencia delicada, y Shangó, el hombre tosco, varonil, y seductor. ¡Mi familia estaba loca!
Durante mi año de iyawó o recién ordenado, mi vida continuo como de costumbre. De la casa a la escuela, y de la escuela a la casa, especialmente durante el invierno. Al terminar mis tareas, salía a jugar con mis amigos quienes, contrario a mi temor, nunca se burlaron de mí. No sé si fue por ingenuidad, respeto o quizá temor, ya que los rumores circulaban que en mi casa se practicaba Vudú y las películas de monstruos y ciencia-ficción de Hollywood contribuían al estereotipo negativo del Vudú y por ende, las religiones africanas. Quizá mis amigos temían que yo tomase alguna represalia mágica contra ellos, hincando un muñeco de trapos con alfileres para que le ocasionase daño a ellos, o quizá nunca se dieron cuenta. No sé.
No me acuerdo cuando fue que escuché la palabra “Yoruba” por primera vez. Los Yorubas en Cuba fueron introducidos como Lukumí. La nomenclatura “Yoruba” era desconocida en Cuba. No obstante, el conocer esta palabra despertó en mi una curiosidad, quizá una necesidad, de investigar más sobre este tema. Fue una tarea difícil ya que la literatura existente en esos años no era abundante, pero esto sólo sirvió para incrementar en mi el deseo de persistir e indagar. El resto es historia. Desde los catorce años comencé a practicar antropología sin ser antropólogo, conduciendo trabajos de campo y llevando apuntes sobre mis investigaciones tanto literarias como en el campo.
Pero mis investigaciones no eran para satisfacer fines ni requisitos académicos, sino que servían para ayudarme a obtener una mejor comprensión de la religión en la cual yo había sido iniciado. Sin embargo, al entrar a la universidad en Nueva York cuando me gradué de la escuela superior, decidí que quería ser contador público y no antropólogo. En ese momento no relacioné mi curiosidad religiosa con el papel académico que por satisfacción personal estaba desempeñando. Quizá fue por eso que no terminé mi carrera universitaria en aquel momento, conformándome con una escuela vocacional y un curso de dos años de administración comercial.
En 1978, mis padres decidieron abandonar Nueva York y mudarse a Puerto Rico. Yo deseaba quedarme en Nueva York, pero Shangó pensó otra cosa. Él insistió que yo acompañase a mis padres a Puerto Rico, ya que, según él, sería una tierra bendita para mí. ¡Dicho y hecho! Aunque había funcionado como sacerdote y Oriaté en Nueva York, fue en Puerto Rico donde mi capacidad sacerdotal floreció. Mis éxitos en esa isla fueron numerosos, y mis conocimientos, estudios y entendimientos de mi religión aumentaron a pesar de que encontré celos, rivalidades y oposición.
Eventualmente mis padres regresaron a Nueva York, pero Shangó insistió en que yo permaneciera en Puerto Rico. Ya para aquel entonces yo me había casado, tenía mi propio negocio, una botánica, del cual vivía relativamente bien, y no me faltaba el trabajo dentro de la religión. Como decimos en el vernáculo lukumí-cubano, tenía un “pueblo” en Puerto Rico. Que más podía pedir. Sin embargo, no me sentía a gusto allí, y a cada rato le pedía permiso a Shangó para irme de la isla. Este sólo decía que no era el momento.
En 1983 fui a Cuba por primera vez desde que me marché en los años sesenta. En esa época, conocí mi familia religiosa en la isla, participé en una serie de rituales, y conduje trabajo de campo entre muchos sacerdotes en la isla. Regresé de nuevo a Cuba en 1984. Ese fue el viaje que le dio otro curso a mi vida y del cual vivo eternamente agradecido. En un tambor que yo le di a Elegbá (el Orisha del destino que vigila los caminos de los devotos) Shangó vino a la tierra y me habló sobre mis deseos de mudarme de Puerto Rico, dándome el permiso que yo tanto le había pedido. Pero ese permiso fue condicional, con tal de que yo le prometiera a él que ingresaría de nuevo a la universidad y obtendría un título. ¡Desde luego, accedí!
En octubre del mismo año, me mudé a Miami, la capital del exilio cubano. Al igual que en Puerto Rico, Miami probó ser una ciudad fructífera para mi. Enseguida comencé a trabajar como contador en una compañía de muebles muy conocida en esa ciudad y a introducirme entre la comunidad religiosa. La universidad tendría que esperar a que yo estableciera raíces firmes en Miami, y por lo tanto año tras año seguía diciéndole a Shangó que pronto cumpliría con mi promesa, empleando la falta de tiempo como excusa. Pero Shangó era más sabio que yo, como bien el tiempo me demostraría.
De la noche a la mañana, mi relación con mi jefe inmediato en la compañía comenzó a deteriorar inexplicablemente. Hasta entonces, el y yo habíamos tenido buenas relaciones, incluso me permitía tomar decisiones de gran envergadura en su ausencia. Su confianza en mi era total e incondicional. Aun hoy me pregunto que fue lo que pasó pues no hay explicación humana que pueda explicar la animosidad que surgió entre nosotros. De más esta decir que en enero de 1988, luego de regresar de unas vacaciones, renuncié al trabajo sin previo aviso.
Pasaron meses y no lograba conseguir trabajo en Miami. Donde quiera que solicitaba trabajo estaba sobrecapacitado para la posición o tomaban a otra persona sin darme explicación alguna. Finalmente entendí que algo sobrehumano estaba controlando mi vida en ese momento, pero no lograba, o quizá no quería, identificar lo que era. Había visto a Shangó en varios toques y rituales pero este no me decía nada. Tal parece que me estaba ignorando intencionalmente. Finalmente, no me quedó otro remedio que acudir a él a través de la adivinación. Busqué un Oriaté que no me conocía para que me interpretara el oráculo y la “conversación” de Shangó. El proverbio del odu o signo adivinatorio que me vino en ese momento aludía a una deuda que yo tenía con Shangó: “El que debe y paga, queda franco.”
Nunca asocié la deuda con mi promesa de regresar a la universidad. Quizá estaba muy atribulado con mi dilema en ese momento y no lograba entender que era lo que Shangó me reclamaba. Hasta que finalmente el Oriaté me dice que decía Shangó que quería que yo estudiara. Como si hubiesen estallado rayos a mis alrededores, me acordé! ¡Claro! Mi promesa, mi deuda, mis dificultades económicas: todo tenía una razón de ser. Shangó me había llevado a un abismo por mi incumplimiento, e ignoraba las dificultades que yo estaba atravesando con todo propósito para que yo reaccionara y me diera cuenta de mi falta con él.
Al día siguiente, tomé los exámenes de entrada del Miami Dade Community College y en enero de 1990 comencé mi carrera universitaria en Miami. En la actualidad, estoy terminando una tesis de maestría en historia en Florida International University y pienso continuar hacia el doctorado. Aunque a esta altura de mi vida el proceso no ha sido fácil, ya que es difícil estudiar, trabajar, criar un hijo, y cumplir con mis responsabilidades sociales, religiosas y académicas. Los logros que he obtenido y la satisfacción personal me han recompensado por la difícil y ardua tarea.
La religión Lukumí ha llenado grandes vacíos en mi vida, a la vez que me ha servido de guía, dándome la dirección necesaria para vivir una vida mejor y a la vez ser un mejor ser humano. Es tanto el agradecimiento que le tengo a este sistema religioso y a las deidades de su panteón que no existe manera humanamente posible de recompensarle por las innumerables bendiciones que han derramado sobre mi. Inclusive, le debo hasta el hijo que tengo.
Desde que nos casamos en 1979, por mas que tratábamos, mi esposa no lograba salir embarazada. Consultamos los mejores médicos en Puerto Rico y luego en Miami acudimos al centro de infertilidad de la Universidad de Miami. Nos sometimos a cuantas pruebas existían para la infertilidad, y según los médicos, el caso fue diagnosticado como inexplicable ya que ninguno de los dos éramos estéril. Por más tratamientos y recomendaciones que nos hicieron, la ciencia no logro resolver la misteriosa condición. Los Orishas decían que tendríamos hijos pero tampoco veíamos ningún resultado o intervención divina por parte de ellos.
En mayo de 1988 regresé a Cuba junto con mi esposa donde ambos recibimos a Oduduwá, quizá el Orisha mas elevado de la religión Lukumí. En la ceremonia adivinatoria conocida como itá, Oduduwá presagia el nacimiento de un hijo. Nosotros, ya dudosos, lo tomamos en cuenta pero no elevamos nuestras esperanzas ya que se había dicho tantas veces pero nunca se realizaba. Al concluir, el Oriaté enfatizó que al regresar mi esposa y yo la próxima vez a Cuba, regresaríamos con un hijo. Volvimos a Miami y nuestras vidas continuaron como de costumbre, siempre pensando en la posibilidad de quedarnos sin hijos de por vida. Aunque aun no hemos regresado a Cuba, el 24 de diciembre de 1990, sin tratamientos de ningún tipo, nació nuestro hijo César.
A través de mi Orisha y mi religión, tengo todo lo que he soñado tener, inclusive un hogar estable y un bello hijo, gozo de salud, he viajado adonde he querido, he publicado libros y escritos, he participado en un sinnúmero de conferencias, y continuo la ardua tarea de limpiar la imagen negativa que la ignorancia y el etnocentrismo Occidental le han dado a una bella y valiosa creencia religiosa traída en buques esclavistas al Nuevo Mundo. Todo esto, y mucho más, se lo agradezco a un Orisha, a una deidad, ¡y a un sistema religioso que muchos han considerado primitivo e incivilizado! ¡Maferefun Shangó! Si vuelvo a nacer, lo único que le pido a Díos es que me permita volver a ser Olorisha Lukumí.
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