Moforibale
porque honrar, honra
Reflexiones de un realizador
Jorge Luis Sánchez
De la revista Internet Caiman Barbudo
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A Olofi y a Martí

He ido a muchas casas para recopilar datos y fotos. Ahora lo hago en mejores condiciones, pero los dos primeros años lo hice a pie, en guagua o en bicicleta. Lo mismo a Guanabacoa que a Párraga. Una vez, bajo el tremendo sol de agosto y con escaso alimento en el estómago, me cuestioné el sentido de esta obsesión. Pero reconforta saber que jamás alguien me ha dejado de atender, aún cuando, generalmente, llego sin previo aviso.

He visto lágrimas por viajar al recuerdo, otrora viril y hoy condenado al olvido. He visto a María Eugenia Pérez, una nonagenaria que se consagró en 1923, tal vez la más Alagbás de todas las Alágbás vivas, engrasar su bendito cerebro y producir asombrosos recuerdos para mí. Adorables conversadores que me piden regresar para echar otra conversaita porque en un santiamén se han recuperado de la soledad y el aburrimiento. Gente humilde con necesidades materiales, pero con una fe en sus Orishas aleccionadora.

Nadie jamás me ha pedido un centavo por un conocimiento en forma de recuerdo. Ciertos investigadores, venidos de otras tierras con mayores recursos y bajo el amparo de famosas universidades, a cambio de información, pagan. Yo sólo puedo ofrecer honestidad mientras me inclino y les rindo moforibale. Mis viejos santeros, agradecidos, estrujan su orí para satisfacer mis lagunas.

Cualquier preconcebida hermeticidad cede porque ellos y sus recuerdos, saben bien, formarán parte de un destino vital: la memoria de la Regla de Ocha, de la Cultura cubana, de la Nación. Entonces, ante cada cortesía de sus memorias, me pregunto cómo podré recompensar tanto recuerdo.

En 1999 había terminado Culto a los Orishas, una serie audiovisual de veinte capítulos sobre la Regla de Ocha. Uno de mis productores, entusiasmado con el resultado, comienza a alentarme para realizar una segunda parte que involucraría a varios Orishas ausentes en la primera. Me puse a escribirla, pero bajo la premisa de una mayor implicación social del fenómeno religioso.

Dentro de uno de los nuevos capítulos concebí un modesto homenaje a la memoria de ilustres santeros sin los que hoy no se podría hablar de herencia lucumí, como decía mi abuela, —aunque hoy sabemos que se dice y es, yorubá.

Cuatro o cinco nombres de santeros imprescindibles se han convertido en cerca de quinientos. Una gran parte de estos, casi olvidados por ese costado resbaloso que también tiene la memoria y la oralidad.

Fecha de nacimiento y muerte, orisha asentado, padrinos, rama religiosa, aportes fundamentales, entre otros datos, reconstruyen el perfil de un grupo de fundadores llegados aquí como esclavos, hasta los primeros cubanos asentados en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, sin detenerme hasta los consagrados en los años 70. Mi investigación se apoya fundamentalmente en la memoria y en la oralidad de los más viejos de la comunidad practicante y en los documentos escritos por los santeros.

Con emoción inenarrable he visto un documento de más de cien años que desmiente que la eximia Timotea Albear, más conocida por Latuá, llegó a Cuba en 1887 cuando se había acabado la esclavitud. Excepto su descendencia filiar, nadie más sabía que fue apresada en una expedición de esclavos en 1867. Por ser emancipada se le concedió la libertad en 1870, para luego ser una de las más inteligentes e ilustres Oriatesas que junto con Lorenzo Samá, conocido por Obbadimeyi (su nombre en la Ocha), contribuyó a modelar lo que hoy se conoce como Santería.

A semejanza de la tradición africana que le otorga a la mujer la responsabilidad por la crianza y la educación, pocos saben que en el siglo XIX las oriatesas fueron las mujeres lucumí, quienes llevaban el peso del conocimiento y la dirección en las consagraciones. A ellas le debemos todo.

Con la llegada del siglo XX, envejecidas las fundadoras y superada la desconfianza hacia los cubanos, cedieron el cetro a los primeros criollos y criollas; entre estos, el antes mencionado Lorenzo Samá, Genaro Gómez (Oshún Gumí), José Roche (Oshún Kayoddé) y Fernando Cantera (Changó Larí). Entre las mujeres, la primera que pudo haber ejercido tan importante responsabilidad, fue una mulata hija de Oshún llamada Guillermina Castell (Oshún Laibó). Luego le siguieron Josefina Aguirre (Oshún Guere) hasta Carmen Miró (Egüín Bi). En nuestros días son los hombres los que ocupan este cargo. Alguna vez habrá que encontrar la causa de por qué las mujeres abandonaron esa jerarquía.

¿Quiénes pudieron ser los primeros criollos asentados por los lucumí? ¿Quién llevó la Regla de Ocha al oriente del país, a Venezuela o a Europa? ¿Cuándo salen de Cuba por primera vez los batá? ¿Quiénes fueron algunas de las personas asentadas que vivieron más años? ¿Quiénes fueron, y son, las personalidades sociales, políticas, científicas y artísticas consagradas en la Regla de Ocha y que han dejado una huella insustituible dentro de la forja de nuestra identidad? ¿Cómo es que la Regla de Ocha comienza a devolverle la autoestima a cientos de personas marginadas de la sociedad cubana de los primeros veinticinco años de República en el pasado siglo XX? ¿Cuándo entra el blanco? Estas y muchas preguntas podrían quedar parcial, o totalmente esclarecidas.

Igualmente los hitos que recoge la historia nuestra y las diferentes recomendaciones que, según el oráculo de Ifá, ofrecieron las letras del año, vista esta como una de las maneras de la santería, uno de los cultos más democráticos que se practicaron y se practican en Cuba, donde tienen cabida los hombres y las mujeres sin distinción de raza, credo político e inclinación sexual, de implicarse socialmente con la realidad del país.

Cuando se estudian estos hitos se aprecia con claridad que el desarrollo científico y cultural no han sido negados por la Regla de Ocha, todo lo contrario, se ha enriquecido con los avances, de ahí uno de los esenciales secretos de su supervivencia en la era de la biotecnología y la cibernética.

En la Santería, los practicantes una vez consagrados, obtienen otro nombre en yorubá. Pero también esa especial manera de nuestro choteo hace que a no pocos santeros le sustituyan el nombre por un apodo. Rescatar los verdaderos nombres ha sido un trabajo complicado, lo mismo que organizar las casas de santo por ramas partiendo desde los fundadores; aquellas mujeres Lucumí a las que antes hice mención, a las que, dicho sea de paso, alguna vez la nación cubana deberá erigir un monumento de agradecimiento por lo que con sudor, desarraigo y sangre sembraron en esta tierra. Porque si bien hay que agradecer al África parte de lo que somos, África también agradece a Cuba, particularmente Nigeria, lo que hemos hecho por el sostenimiento de la cultura Yorubá, no sólo aquí, sino en el mundo.

Me ha sucedido que he llegado a una casa y la única persona capaz de darme un dato, o confirmarlo, recién ha fallecido, o por la avanzada edad ha perdido la capacidad de hablar, de recordar, de saber quién es. Triste, porque nunca más se sabrá algo importante, he deseado, idealmente, haber nacido antes para no llegar tarde. Reacciono y culpo a otros que no se preocuparon en recoger y escribir. Leo y releo a Fernando Ortiz, a Lidia Cabrera, a Rómulo Lachantañeré, a Teodoro Díaz Fabelo, a Natalia Bolívar, a Martínez Furé y a otros autores, que por cuestiones no superadas en sus épocas, ocultaron y protegieron a innumerables practicantes e informantes. Pero como estoy haciendo todo lo contrario, me consuela entender que tal vez antes fuera imposible.

Mi propósito también es recuperar la imagen de aquellos Alagbás. Lamentablemente, muchas fotos se han perdido, pero la mayoría, gracias a las técnicas de restauración digital se salvarán definitivamente. Otros viejos santeros permanecen anónimos dentro de un documental que nada tiene que ver con el asunto religioso u olvidados en las páginas de alguna prensa escrita, como el memorable artículo “Eshú Bi ha muerto”, publicado en Bohemia cuando falleció la gran santera, Josefa Herrera, jefa de uno de los dos Cabildos, (del otro lo era Susana Cantero) que estremecía de gozo y devoción a su querida Regla los 9 de septiembre.

En uno de esos artículos veo marchar delante, tímidas y solemnes, a La Virgen de Regla, La Caridad del Cobre, La Virgen de Las Mercedes y Santa Bárbara, que por primera vez y para siempre, en esta tierra cubana serán también Yemayá, Oshún, Obbatalá y Changó, pero que ahora, y muchas más, van secundadas, no por cánticos gregorianos, sino por los cantos nasales yorubas a golpe de los fabulosos tambores batá. Negros, blancos, chinos y mulatos bailan, sudan y repiten los coros anudados a un cordón invisible, de fuerza mayor: la identidad cubana.

0 Pepa, como le llamaban a aquella humilde hija de Elegguá, era inconsciente de su aporte, no sólo a la liturgia religiosa, si no a la identidad nacional, pues allí se refundaban límites aparentemente imposibles de mezclarse. Hoy tendría todo el derecho a ganarse algo parecido a la medalla por la Cultura Cubana.

Porque la Regla de Ocha, y creo que las otras religiones de origen africano, tienen la virtud de que mientras mayor es la implicación ritual y litúrgica, más rápido conquista y se derrama como componente cultural. No sólo Pepa, otros ilustres Olochas merecerían un reconocimiento, —social, sería mucho mejor— por haber contribuido, junto a la arista española, a que este archipiélago, de tan breve tiempo como nación, pueda ofrecer prontamente al mundo un universo religioso propio, auténtico y delineador de su rostro nacional.

Es de mi gusto que los santeros preserven su memoria. En la dimensión en que están, esos grandes Olochas no se merecen el anonimato. Humildes semillas fueron: colocarlos donde toca es justicia histórica posible.

Estas pesquisas van ensanchado mi autoestima como cubano y como apasionado defensor de este culto del que desde niño he sido testigo. Cuando alguna vez dé por terminadas estas búsquedas, espero que el resultado tenga un alto valor para mis compatriotas; sean practicantes, ateos, laicos, antropólogos, etnólogos o sencillos lectores ávidos de conocer.

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